La Habana (PL) Todavía puede parecer ridículo y calificarse de bluff aquellas palabras de Saddam Hussein poco antes de la invasión militar de Estados Unidos a Iraq, de que un ataque a su país podría convertirse en la madre de todas las guerras.
Lo cierto es que desde mayo de 2003 hasta la fecha ni los bombardeos ni las muertes han cesado y la guerra se ha extendido a toda el área circundante de Iraq, excepto Israel que la promociona, y no se sabe cuándo va a cesar.
Hay muchas cosas tristes y preocupantes en este negro y trágico episodio de la historia de la humanidad, pero el más lamentable es la impunidad de quienes fabricaron esa guerra y la tolerancia del mundo que la admitió.
La guerra de Iraq la tejieron los Bush y sus amigos petroleros de la Halliburton y otras empresas del sector mediante grandes mentiras, por una necesidad económica y estratégica, pues antes del actual fracking que reanimó los inventarios de crudo de Estados Unidos, la producción nacional estaba en crisis.
Los todavía enigmáticos acontecimientos de la Gran Manzana el 11 de septiembre de 2001 con el derribo de las Torres Gemelas, vinieron como anillo al dedo a los planes que los Bush y los petroleros venían fraguando desde la primera invasión a Iraq en 1991 de Bush padre, y los errores de Saddam Hussein contribuyeron a facilitarlos.
Hace poco el teólogo de la liberación Leonardo Boff se preguntaba cómo entender la aterradora falta de conciencia de los corruptos, a lo cual habría que agregar, «y de los asesinos».
La infamia de Iraq debería situarse en el epicentro de una reflexión universal no solamente en torno a esa falta de conciencia de corruptos y asesinos que puede tener una respuesta en las ambiciones y las ansias de poder hegemónico, sino principalmente en la tolerancia del mundo de crímenes de lesa humanidad y de lesa cultura cometidos con absoluto conocimiento de causa, premeditación y alevosía.
El mecanismo de actuación de los Bush se asemeja a lo muy bien explicado por Fernando Buen Abad Domínguez en su artículo Ética entre las «posverdad» y la «plus-mentira», en el que define a la primera como «una forma emotiva de la mentira para manipular la «opinión pública»… para subordinar los hechos a las habilidades emocionales del manipulador».
Y agrega que «es la mentira que prescinde de los hechos, que los arrodilla ante los intereses del enunciado para revertir (pervertir) la relación conocimiento-enunciación. El conocimiento se convierte en producto del enunciado y no al contrario. La realidad se convierte en un estorbo o en una anécdota decorativa -o prescindible- del enunciado. Una figura «retórica» más importante que la propia verdad».
La generación actual recuerda toda aquella parafernalia propagandística sobre el supuesto almacenamiento de armas de destrucción masiva por parte del gobierno de Hussein, y la terrible dramaturgia en las comparecencias públicas de George W. Bush, Condoleezza Rice y Dick Cheney, todos ligados al sector petrolero, sobre la compra de tubos a Nigeria para enriquecer uranio, y aceleración de proyectos nucleares, todo una gran mentira.
Involucraron a la Agencia Central de Inteligencia como fuente de información, aunque agentes de la CIA lo negaron, y en ningún momento presentaron pruebas de sus atroces afirmaciones porque la mentira es un dispositivo consustancial a lo que se puede denominar dictadura de las creencias impuestas mediante políticas de terror.
Es asombroso cómo todos salieron a la palestra a mentir, desde Bush y Tony Blair en Reino Unido, hasta José María Aznar en España, con la tarea de aniquilar todo lo que los contradijera e imponer un odio de clase hacia un pueblo al que preparaban para un holocausto infernal que sería presentado por las principales televisoras como una película de ficción y no una carnicería, en un ambiente de tolerancia, magnificencia tecnológica y triunfalismo.
Y aunque toda la falacia fue descubierta, y no se encontraron armas de destrucción masiva, ni atisbos de proyectos nucleares, y la Halliburton conquistó en dos años proyectos por 16 mil millones de dólares, las petroleras se repartieron el crudo iraquí, y Bush no entregó al país a un gobierno civil como había declarado, el mundo toleró el crimen de Iraq.
No importa que el trauma psicológico afecte todavía a dos de cada cinco iraquíes, ni que más de 2 millones de jóvenes estén viudas, o que el 75 por ciento de los niños hayan desertado de la actividad escolar y se vean expuestos a la prostitución y el trabajo esclavo, ni que en 10 años de ocupación yanqui un millón 600 mil iraquíes fueron desplazados de sus hogares, y 151 mil civiles asesinados por otros hechos, el mundo sigue tolerando el crimen de Iraq.
Pero lo más grave es que la plus-mentira abrió camino en Iraq y continuó haciendo brecha hasta irrumpir en Libia y Siria, donde el drama iraquí se ha multiplicado por las mismas causas que los Bush y comparsa invadieron en 2003 aquellas tierras.
Y cuidado América Latina porque la plus-mentira no tiene fronteras.
El mundo sabe lo que está ocurriendo en Venezuela. Hay pruebas de todo tipo de los crímenes que comete la ultraderecha violenta para crear un clima de guerra interno y provocar una invasión militar extranjera bajo las banderas colonialistas de la Organización de Estados Americanos.
Pero la gran prensa internacional, la misma que satanizó al Iraq de Hussein, está culpando de los hechos de violencia al presidente Nicolás Maduro y tratando de resquebrajar la unidad y cohesión de las fuerzas armadas bolivarianas.
Parodiando a Fernando Buen Abad, Venezuela no puede ser el Iraq latinoamericano. La plus-mentira, basada en la inmoralidad, no puede volver a ser esgrimida por nadie y menos por gobiernos vacíos de principio que desfiguran alevosamente la realidad como signo de clase. El fundamentalísimo de la irracionalidad no puede seguir impune y hacer creer que lo falso es real, como pretende el presidente Donald Trump.
La tolerancia a la maldad debe tener límites, de lo contrario preguntémonos no cómo queda la conciencia de malevos y asesinos, sino de la humanidad que admite sus crímenes.
Y la humanidad toleró el crimen de Iraq
Por Luis Manuel Arce